He tenido el placer de prologar el próximo libro de Javier Milei en España: “Javier Milei: El camino del libertario”. Lo publica Deusto y sale a la venta el próximo 17 de abril.
Para bien o para mal, Javier Milei ya ha pasado a la historia. No sólo por convertirse en presidente de Argentina, sino por ser el primer presidente autoconsciente y declaradamente liberal-libertario de la historia de la humanidad. Por supuesto que en el pasado ha habido otros presidentes liberales en otros lugares del planeta, pero ninguno de ellos era un ideólogo del liberalismo-libertario o, por decirlo en términos más simples, del liberalismo moderno.
El liberalismo clásico veía al Estado como un alguacil cuya función legítima era mantener el orden público: respetar la libertad de los ciudadanos, proteger su propiedad privada y acaso actuar de manera subsidiaria en tareas que supuestamente el mercado o la sociedad civil no ejecutaban de un modo eficiente (como la regulación de las infraestructuras, los contenidos mínimos del currículum nacional o la provisión de asistencia social para casos extremos). El liberalismo moderno, en cambio, desconfía del Estado: es consciente de que su origen es violento e ilegítimo; es consciente de que no persigue el bien común sino el interés particular de aquellos grupos organizados que logran controlarlo; es consciente de que la competencia entre las élites por alcanzar el poder estatal tiende a encumbrar a los más manipuladores e inmorales; y es consciente, en suma, de que el Estado, lejos de defender la libertad y la propiedad de los ciudadanos, puede convertirse en su peor enemigo.
Por eso, dentro del liberalismo moderno existe una rama –el llamado anarcocapitalismo– que aboga directamente por erradicar el Estado; mientras que otros –el minarquismo– tratan de achicarlo a una versión minimalista y rodeada de contrapoderes, no porque consideren per se indeseable la eliminación del Estado sino porque se barruntan que, desgraciadamente, hoy por hoy no existe alternativa a un monopolio de la coacción sobre la jurisdicción de un territorio. Los minarquistas, a diferencia de los liberales clásicos, no abrazan el Estado con entusiasmo reformista, sino que lo toleran con frustrada resignación. Hasta cierto punto, de hecho, podríamos decir que todos los liberales modernos son todos anarquistas: porque todos ellos suscriben la tesis de que el Estado –cualquier Estado– es ilegítimo. Siguiendo la acertada distinción del filósofo Alan John Simmons, cabría decir que algunos de esos liberales modernos son anarquistas políticos –“dado que el Estado es ilegítimo, debemos abolirlo”–, mientras que otros son anarquistas filosóficos –“aunque el Estado es ilegítimo, puede haber poderosas razones para no abolirlo: por ejemplo, que las consecuencias de abolirlo nos aboquen hoy por hoy a un mayor caos y coacción generalizada que manteniéndolo en una versión minimizada” –. Pero todos ellos, políticos o filosóficos, son anarquistas.
Es aquí precisamente donde encaja esa definición del liberalismo moderno que se ha convertido en la seña de identidad más distinguible de Javier Milei. Ésa definición acuñada por Alberto Benegas Lynch (h) que reza: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”. Si cada cual ha de respetar el proyecto de vida de los demás, eso significa respetar su persona, las cosas de las que se haya pacíficamente apropiado y los acuerdos voluntarios a los que llegue con otros individuos. El Estado, con su mera existencia, conculca ese respeto: ataca la propiedad privada mediante impuestos e impone obligaciones políticas no consentidas. De ahí que, como decíamos, todo liberal moderno deba reconocer la ilegitimidad de raíz de tales prácticas constituyentes de un Estado (anarquismo): algunos liberales abogarán por abolir el Estado como consecuencia necesaria de lo anterior (anarquistas políticos), mientras que otros buscarán constreñir esas prácticas ilegítimas al mínimo socialmente factible (anarquistas filosóficos).
Pero si los anarquistas filosóficos proclaman públicamente la ilegitimidad de todo Estado pero luego no quieren abolirlo en su totalidad, ¿cuál es la repercusión práctica de su adscripción ideológica? ¿Se trata de un mero postureo moral que no modifica en nada su acción política? No, el anarquista filosófico eleva extremadamente las exigencias morales mínimas para justificar cualquier intervención estatal. Al contrario que otras filosofías políticas que otorgan patente de corso a cualquier práctica del Estado por ser éste una presunta emanación de la voluntad colectiva, el anarquista filosófico invierte los términos: Estado de entrada no. Si el Estado es ilegítimo, prima facie sus acciones no estarán justificadas… salvo que puedan oponerse razones de fuerza mayor por las que sí puedan estarlo con carácter excepcional.
Por ejemplo, Robert Nozick, probablemente el padre filosófico del liberalismo moderno, consideraba que el Estado era inevitable porque la defensa constituía un monopolio natural, de modo que, en última instancia, sólo podría quedar una única agencia privada de defensa: y esa agencia monopolística se convertiría en Estado. Pues bien, si Nozick tuviera razón, la supresión del Estado no estaría en principio justificada porque terminaría resurgiendo (salvo que la transición anestatal fuese tremendamente fructífera para la libertad y la prosperidad). Es decir, Robert Nozick era un anarquista filosófico pero no un anarquista político: entendía el origen ilegítimo del Estado pero también creía en su inevitabilidad.
Ahora bien, y en sentido contrario, a falta de esas razones de fuerza mayor, la ilegitimidad originaria del Estado impedirá justificar sus acciones. Por ejemplo, ¿puede un anarquista filosófico justificar las políticas de promoción industrial, de redistribución de la renta, de socialización de la riqueza, de construcción de una identidad nacional o de imposición de un credo religioso (por mencionar los cinco principios fundacionales de las cinco principales formas del Estado moderno: el Estado mercantilista, el Estado socialdemócrata, el Estado socialista, el Estado fascista y el Estado teocrático)? Imposible hacerlo, porque ello supondría utilizar la ilegítima violencia del Estado para alcanzar los fines particulares de un grupo de personas a costa de los fines, igualmente legítimos, de otras personas: aquéllos que tengan un elevado interés en alcanzar cualquiera de esos objetivos sociales pueden intentar promoverlos por mecanismos voluntarios sin, por tanto, conculcar los derechos de terceros. Pero no deberían hacerlo a través de la violencia unilateral.
Javier Milei es un liberal moderno y, por tanto, un anarquista. No un anarquista político, pero sí filosófico, como él mismo ha afirmado en numerosas ocasiones. También a lo largo de este libro: “Filosóficamente, soy anarcocapitalista y en la vida real soy minarquista”. Es decir, que como anarquista filosófico y presidente de Argentina, Milei opina que la práctica totalidad de las actividades que realiza diariamente el Estado que ahora mismo preside no sólo son ilegítimas sino también injustificables. La provisión estatal de educación es injustificable, la provisión estatal de sanidad es injustificable, la provisión estatal de pensiones es injustificable, la provisión estatal de infraestructuras es injustificable, la provisión estatal de moneda es injustificable, las regulaciones estatales en materia laboral son injustificables, las regulaciones estatales en materia de energía son injustificables, las regulaciones estatales en materia industrial o comercial son injustificables, las regulaciones estatales en materia financiera son injustificables… y un muy largo etcétera.
¿Cómo resolver esta tensión? ¿Cómo puede colocarse Milei, siquiera durante un minuto, al frente de una maquinaria que él mismo considera cercenadora de las libertades de sus conciudadanos? La situación no distaría demasiado del caso de un pacifista que llegara de rebote a ser el Capo de una agresiva mafia y sintiese la urgencia moral de liquidar esa banda criminal. ¿Cómo enfrentarse a todos los grupos de interés, internos y externos al propio Estado, que durante décadas han hecho del parasitismo estatal su modus vivendi? ¿Cómo persuadir a millones de personas de que hay formas de organizarse socialmente por entero distintas a las que han conocido durante toda su existencia? ¿Cómo diseñar una estrategia de salida del entramado estatal, de su progresiva desarticulación, minimizando los perjuicios sobre aquellos inocentes que fueron embutidos dentro del mismo con engaño o coacción? La tarea de Milei no es en absoluto sencilla y no lo es, especialmente, por tres razones.
La primera, porque contamos con muy poca experiencia histórica sobre procesos de desestatalización de la escala que ambiciona Milei (reducir a medio-largo plazo el tamaño del Estado desde el 40%-45% del PIB al 5%-10%). El ser humano aprende mediante procesos de prueba y error y, desde finales del siglo XIX, la tendencia global de todos los Estados sobre la faz de la Tierra ha sido la de crecer sin cesar: en demasiadas ocasiones, ese crecimiento se ha logrado con sangre, brutalidad y violencia generalizada, pero en todo caso ha terminado proporcionando lecciones prácticas sobre como acrecentar el tamaño del Estado dentro de una sociedad. Por desgracia, no hemos recorrido ni una sola vez el camino inverso: y sin experimentos ni errores de los que aprender, resulta complicado no ser el primero en cometer errores.
Es verdad que no estamos del todo ciegos al respecto, pues disponemos de una cierta experiencia: en particular, el notabilísimo abandono del socialismo en Centroeuropa y Europa del Este. Muchos de estos países lograron recortar sus Estados desde el 90% del PIB hasta el entorno del 40%. De ahí sí cabe extraer importantes lecciones en materia de privatizaciones de activos públicos (por ejemplo, distribuyendo acciones entre los ciudadanos para minimizar el riesgo de captura oligárquica), de apertura de mercados (desregulando y flexibilizando la creación de nuevas empresas para barrer con todas las ineficiencias heredadas del antiguo sistema y con las viejas élites que obstruyen los cambios) o de reestructuración de pasivos estatales (para evitar por ejemplo hiperinflaciones). Pero los problemas de reducir el Estado del 90% al 40% del PIB no son exactamente los mismos que los de pasar del 40% al 10%: de ahí que el aprendizaje a extraer de estos procesos históricos sea por necesidad limitado.
La segunda razón por la que la tarea de Milei resulta tan complicada es que Milei no es un tirano omnipotente. Para emprender una reforma tan amplia y profunda del Estado se necesita que todos los poderes internos del Estado y externos al Estado estén alineados en esa misma dirección reformista. Es decir, se necesita que el Legislativo, el Judicial o los gobiernos regionales estén dispuestas a aprobar, convalidar o acompañar todos los cambios necesarios para transformar por entero el modelo de Estado. No sólo eso, se requiere que el grueso de la sociedad civil (patronales, sindicatos, iglesias, agrupaciones deportivas, universidades, etc.) e incluso las potencias extranjeras con influencia geopolítica en la región apoyen ese cambio o al menos lo toleren. Todavía peor: la desestatalización de un país no ocurre de un día para otro, sino que requiere de años, o incluso décadas, de transición, de modo que las muy exigentes condiciones anteriores deben darse no sólo ocasionalmente, sino de manera sostenida a lo largo de numerosos lustros.
Muchos hemos sido escépticos sobre la posibilidad de que cambios de este calado puedan darse en el ámbito político sin antes haber librado, y ganado abrumadoramente, la batalla cultural. Sólo cuando la población de un país esté mayoritariamente convencida de la suprema justicia y conveniencia de empequeñecer el Estado a su mínima expresión, sólo entonces esa población podrá impulsar (y defender) su revolución liberal, presionando a los diversos poderes del Estado, y también a las potencias extranjeras, para que no obstaculicen la transformación política que ambicionan. Sin embargo, acaso Milei nos termine demostrando que las cosas pueden ser en parte distintas. Porque sí, Milei antes de dar el salto a la política estuvo años difundiendo las ideas liberales desde los medios de comunicación argentinos; no sólo eso, una vez dentro de la política no atemperó su discurso como suelen hacer los gobernantes que aspiran a pescar votos en todos los caladeros ideológicos, sino que siguió dando la batalla cultural con la confianza de que el votante argentino se sentiría atraído por sus planteamientos. Pero, aun así, la heroica batalla cultural de Milei no ha logrado construir una contundente hegemonía ideológica dentro del país. Los votantes directos de La Libertad Avanza fueron en primera vuelta alrededor del 30% del electorado: se trata de un hito histórico (y quiero remarcar esto: nunca nadie con el discurso libertario de Milei había alcanzado un porcentaje tan elevado de apoyo social) pero que, no obstante, significa que hay al menos un 70% de la población que, al menos en principio, no considera el liberalismo moderno como su primera preferencia política. Y para que el libertarismo pueda llegar a aplicarse en toda su extensión, no sólo es imprescindible no decepcionar y desencantar a ese 30% que hoy por hoy apoya las propuestas liberales, sino también atraer y seducir a la mayor parte del otro 70%.
Y aquí nos encontramos con la tercera razón que complica enormemente la tarea de Javier Milei: el contexto macroeconómico actual de la Argentina. Argentina es un país que ha sido brutalmente descapitalizado por su casta gobernante durante décadas: se ha descapitalizado en términos de capital físico (infrainversión productiva por expropiación del ahorro nacional), en términos de capital tecnológico (ausencia de innovación interna y de incorporación de tecnologías extranjeras), en términos de capital humano (éxodo de ciudadanos formados hacia el resto del mundo), en términos de capital social (pérdida de esperanza, pesimismo sobre el futuro y cinismo existencial entre la población) y, sobre todo, en términos de capital reputacional. Argentina ha perdido su credibilidad como economía confiable frente al resto del mundo: su mafia gobernante ha multiplicado el tamaño del Estado no sólo a costa de robar mediante la inflación a sus ciudadanos, sino también, mediante impagos y expropiaciones, a los inversores extranjeros. De ahí la altísima inflación actual: el sobredimensionado Estado argentino no sólo vive en permanente desequilibrio presupuestario sino que, para más inri, es incapaz de financiar ese déficit con endeudamiento a largo plazo, de manera que sólo le queda como recurso crear una moneda que nadie, ni dentro ni fuera del país, quiere mantener en sus saldos de tesorería. O dicho de otro modo: todo el déficit público se monetiza y toda la monetización va a inflación, la cual se enquista en las expectativas de los argentinos y los lleva a buscar refugio en cualesquiera otros activos reales o financieros (el dólar, en especial). Y de ahí, de la falta de credibilidad del país, también las enormes dificultades para lograr su reconstrucción económica: Argentina está ahora mismo asediada por el sobreendeudamiento y por la inflación rampante (dos caras de la misma moneda), pero nadie está dispuesto a darles tiempo para que pongan en orden su política fiscal y su política monetaria… puesto que todas las oportunidades que se les entregaron en el pasado las dilapidaron.
Así son las cosas: tan sólo estabilizar y sanear macroeconómicamente Argentina ya es en sí mismo una tarea hercúlea. Y si Milei fracasa en esa misión casi imposible –no siempre se puede salvar a una empresa o a un Estado que está borde de la bancarrota, por muy buenas políticas que se apliquen–, las perspectivas de una revolución liberal en la Argentina se ensombrecerán. A la postre, ese fracaso se vincularía inevitablemente, con razón o sin ella, al fracaso de las propuestas liberal-libertarias y, por tanto, no se les concedería a tales ideas una nueva oportunidad (a diferencia de lo que suele ocurrir con las ideas estatalizadoras): ni en Argentina ni en otras partes del mundo.
Por consiguiente, el reto de Milei es triple: desarmar el hiperEstado sin experiencias históricas previas en las que apoyarse, sin un absoluto respaldo ni interno ni externo a su agenda política y sin un mínimo estabilidad macroeconómica en un país que se halla al borde del colapso. Sería desde luego prodigioso que la revolución liberal que pretende ejecutar Milei en Argentina avance sin ningún importante traspié. Incluso que termine llegando a buen puerto. Pero, salvo que en el futuro terminare corrompiéndose y traicionando sus ideales libertarios, siempre habrá que reconocerle a Milei la gesta de lo que ya ha logrado: a saber, defender con valentía los principios fundamentales del liberalismo moderno y difundirlos, con un éxito inédito en la historia, dentro y fuera de Argentina.
Ojalá, tal como a él mismo le gusta citar remitiéndose al Primer Libro de Macabeos, las fuerzas del cielo lo acompañen en su abrumadora batalla contra el Leviatán y en un futuro el resto del planeta grite con entusiasmo “¡Viva la libertad, carajo!”.
Se te echa un poco en falta en tus temas teóricos...demasiada política del día a día. Just my opinión.
Un loco nomás es y un total anarquista.
Va a destrozar la Argentina.
Un charlatán de primera es, pura propaganda barata.
Mejor hagan un libro 📕 del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ese sí es un presidente ejemplar honesto y sabio con una política efectiva y con resultados ejemplares.